Crepúsculo en Budapest. Hungría en los tiempos de Orbán, de Luis G. Prado (Báltica) | por Juan Jiménez García
Ya no es solo que la Historia es cíclica y el pasado, que siempre creemos lejano, vuelve, como cosa olvidada, no aprendida, mal conocida. Un pasado puesto en duda, por muy terrible que sea, y traído de nuevo al presente para uso, disfrute y decadencia actuales. Se nos invita a olvidar, a reinterpretar, y todas las canciones hablan de nosotros, nos recuerdan algo. En política, pocas cosas nuevas nos ha traído el presente, y seguimos viejas formulaciones que, misterio, funcionan. Pero no solo eso, sino que somos capaces de trasladar esas viejas formulaciones de un país a otro, de un continente a otro, para construir un relato, una amplificación, generalmente de la mentira, de la falsedad, contra la que me temo, todavía no hemos encontrado la receta adecuada. El surgimiento renovado de la extrema derecha, orgullosa incluso de reivindicar las figuras más terribles y criminales que ha dado el siglo pasado, ha sumergido nuestro presente en no pocas zozobras. Que personajes como Donald Trump hayan no solo podido gobernar durante años sino que tienen un regreso más que previsible, no es una anormalidad, sino el intento de vendernos una nueva normalidad. Que la ultraderecha crezca en países como Alemania, Italia o España (el caso austriaco ya queda hasta lejano), de siniestro y probado pasado, es aterrador. Y más cuando percibimos que todo este resurgimiento responde a movimientos comunes, discursos parecidos, promesas similares y un populismo a la carta (como cualquier populismo), al menos deberían saltar las alarmas. Pero no, ni tan siquiera. Lo aterrador es que lo que se está produciendo es una banalización de la monstruosidad.
Crepúsculo en Budapest. Hungría en los tiempos de Orbán, no solo es un retrato afilado (desde lo personal) de esos nuevos aconteceres húngaros, sino un retrato universal de esa normalización. De como llegar al poder sin estridencias y convertirse en un dictador sin necesidad de golpes de estado. Es más, poder hacer todo eso dentro de una construcción europea que se supone refractaria a todo eso, construida precisamente con presupuestos contrarios. Una narración aterradora de cómo ese baile conocido de dos pasos adelante y uno atrás es más que suficiente para avanzar en la destrucción de los valores democráticos y cuán frágil somos frente a estos personajes y sus redes, ya sean clientelares, corruptas o de poder. Todo eso sería nuevo si no fuera demasiado viejo. Como señala el propio Orbán, lo importante es ganar una sola vez pero ganar bien (y esto nos lo podría contar Hitler o Musolini) y, a partir de ahí, acomodar el Estado a las necesidades propias. Repartir prebendas, privilegios, estar atento a la eliminación de cualquier brote verde y revolverlo todo en el caldo espeso del discurso nacionalista, que altera la grandeza propia con la amenaza de los nadies, un revuelto entre triunfalista y miserabilista, que apela a nuestros instintos más bajos. Y nuestros instintos más bajos están insoportablemente bajos.
El control de los medios de comunicación, que permite la propia exaltación y el hundimiento del otro, aportan el ruido y el silencio necesario para que todo esto se sostenga y, en el peor de los casos, siempre queda el victimismo. Podríamos pensar en Orbán como un rara avis de los tiempos modernos, pero lo triste es que no es que no lo es si no que está firmemente acompañado y apoyado, ya no solo por la extrema derecha, sino por la derecha misma. Después de todo, su discurso no difiere en demasía de otros. Él lo pone en práctica y para los demás son promesas que cumplir, incumplir o simplemente hacer en la seguridad que nadie pedirá explicaciones porque difícilmente tendrán responsabilidades de gobierno. El caso húngaro, de ese pequeño país con un pasado demasiado grande, es el caso de otros muchos, y un libro como el de Luis G. Prado no solo nos resulta revelador por cuanto es capaz de traernos las claves de cómo se llegó hasta aquí, sino los mecanismos por los que otros aspiran a llegar a ese mismo punto y más allá, con la impunidad que da el desconocimiento. el impulso de la acción y la omisión, la inactividad, como forma de cansancio, de los demás.